Los lugares que habitamos, a los que viajamos, el lugar en el que nacemos, todos tienen energía y significado y son espacios de la memoria.
Hace mucho tiempo los humanos bajamos de los árboles, nos erguimos sobre muestras piernas, enderezamos la espalda, levantamos la cabeza y nos pusimos a caminar. Se trataba de sobrevivir, pero no era suficiente, necesitábamos conocer. Fue en lo profundo de las cuevas donde el latido de la madre se sintió con más fuerza, allí le dejábamos nuestras manos marcadas, queríamos dialogar con Ella, conocer su lenguaje.
Descubrimos en esas cuevas sus entrañas, en las aguas sus fluidos vitales y en los animales sus aliados. En los vegetales su alimento y su belleza, en los bosques sus misterios y en sus montañas su sabiduría ancestral. Y la reconocimos en nuestros vientres, en el latido de la sangre, en la estructura de los huesos. Reconocimos en sus estaciones nuestras edades, en nuestros estallidos sus tormentas, en nuestra muerte su invierno y en su noche nuestro sueño.
Sus lugares, aquellos en los que la tierra se tocaba con el cielo, fueron nuestras puertas del año. Allí volvíamos para invocar los recuerdos, para atravesar los cruces estacionales, para recibir a los recién nacidos y honrar a los muertos, para danzar y dialogar con Ella.
Nací en el Altiplano de Granada, en Baza, y pasé parte de mi infancia en Zújar. Cada fuente era sagrada en un paisaje árido de profundas ramblas presidido por el cerro Jabalcón. Una mole de piedra caliza que guarda aguas termales en su vientre, unas aguas que curan el cuerpo y el alma.
Allí empecé a sentir el latido de la tierra y a reconocer sus lugares.
Me gusta mucho lo que escribes.Un gran beso May.
Gracias¡ Muchos besos¡