El cajero

Aquel día había sido tranquilo, se acercaba la hora de cierre y tenía hambre, pero cuando levantó la mirada ahí estaba. Algo brillaba en el fondo de sus ojos a pesar de las ojeras, del traje demasiado grande, de su aspecto sucio y descuidado. Alto y muy delgado, encorvaba la espalda para mirar a través del marco de la ventanilla.

– Buenos días, necesito hablar con alguien. – Aquí no es caballero, para hablar tendrá que ir a una de las mesas, aquí sólo sacar o ingresar. – Lo siento, no tengo dinero, sólo quiero hablar con alguien.

Su mirada fija, su insistencia, el tono de su voz, su aire desamparado y terco la irritaban. Se levantó de la silla y se alejó de la ventanilla, necesitaba un respiro y no quería estropear el último tramo de la mañana.

Caminó unos segundos por el pasillo, respiró hondo y volvió a la ventanilla. – ¿Con quién quiere hablar? – Con alguien. – ¡Para qué! ¡Qué quiere! Otra vez sintió el ardor en la garganta. – Quiero pedirle que no me cierren el cajero por la noche. Lo necesito para dormir.                       

Se sintió caer en el agua oscura de sus pupilas. – Señor, esto no es asunto mío, salga del banco o llamo a seguridad. – Este banco embargó mi casa. Fuera hace frío, por la noche hace mucho frío.

Sara pulsó el botón rojo, apareció el guarda y se llevó al hombre hacia la puerta.

Cuando llegó a casa comió con un hambre salvaje, animal. Un viento invasor arañaba las ventanas y esa noche no durmió bien. La vieja ansiedad volvió para quedarse. Despertaba cada mañana con un nudo en el pecho, ya no disfrutaba del silencio y aunque no quería, recordaba al hombre alto. La penumbra de sus atardeceres se convirtió en frontera de un mundo poblado de monstruos que al caer la noche sentía arrastrarse alrededor de la puerta y detrás de las paredes.        Empezó a acumular montañas de libros y periódicos viejos en los rincones de la casa. Cuando cubría un hueco o tapaba una esquina se sentía aliviada. Conjuraba los demonios amontonando cachivaches que empezó a recoger de la basura, zapatos, libros, juguetes rotos, muebles viejos, lámparas sin cabeza. Tenía que hacer algo con esos espacios vacíos. Recoger trastos la tenía tan entretenida que dejó de ir al banco. 

Un día se encontró con el hombre alto. – Buenos días, necesito hablar con alguien de un asunto importante. – ¿Qué quiere, caballero? – Quiero pedirles que no cierren por la noche el cajero, lo necesito para dormir. – No se preocupe señor, enseguida hago llegar su petición.         

Iba cargada, una muñeca sin brazos, una estufa rota y un puñado de ropa vieja. Se entretuvo unos minutos mientras organizaba sus tesoros, luego tomó la mano del hombre y lo llevó hasta la casa.   

En el salón quedaba libre un rincón. Lo acomodó con unas mantas y él le dio las gracias por dejar abierto el cajero.

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