Cazadores

Le temblaban tanto las piernas que pensó que se iba a caer allí mismo, que todo sería un escándalo, que las amenazas del padre de Fernando se harían realidad y quedaría marcada para siempre.  Después de insistir mucho, sus padres por fin la habían dejado ir a la sierra con su amiga. Todo le parecía bonito, los árboles, el color de las piedras, la chimenea, la mesa de madera, el olor del pueblo, el frío de noviembre.

Se reunían los fines de semana y organizaban partidas de caza. Cenaban todos juntos y más tarde bebían sus copas de coñac hasta la madrugada, las mujeres con su piel brillante y sus faldas ajustadas; los hombres con sus botas altas, sus chaquetas verdes y sus cinturones de cuero. Los jóvenes se perdían entonces por los rincones de la casa, jugaban a las cartas o a las prendas y se retaban.

Soy una niña ingenua, un árbol viejo, un gen migrante, una cueva húmeda, un tiempo de silencio, el caldero y el tránsito, la tumba de los cazadores.                       

La tarde del sábado se hizo muy larga, hacía mucho frío, por la mañana había llegado a nevar un poco. A media tarde alguien propuso salir a cenar. A la hora convenida se encontraron a la salida del pueblo. El padre y el tío de Fernando llevaban un Land Rover del mismo color que sus trajes de caza, y organizaron los puestos en los coches, tú llevas a las mujeres, tú a las niñas, yo me llevo a mi hijo y a la invitada. Fernando tenía la sonrisa fácil, el cuerpo ágil y flexible, se subió con él detrás.

Estoy más allá de tu llanto de niño malcriado, más allá de tu avidez y tu deseo.       

En cuanto se cerraron las puertas y el coche arrancó, el padre se volvió y con voz autoritaria le dijo, ¡vamos! ¡Empieza o no te dará tiempo! Fernando entonces se abalanzó sobre ella y comenzó a desnudarla, ávido, alocado, torpe, ella empezó a gritar y a preguntar qué pasaba. El padre volvió a insistir, ¡vamos! ¡No seas marica! Se volvió hacia el que conducía, si no lo haces tú lo hace el tito, lo está deseando. Oía sus risas groseras mientras Fernando intentaba quitarle el sujetador, bajarle las bragas y ponerse encima. Ella se revolvía y consiguió hacerle daño en un ojo, él se apartó un momento para protegerse y ella tuvo tiempo de darle una patada que lo empujó hacia el otro lado del asiento.

Soy el grito de todas las esclavas, un revuelo en el harén, libre, libre, no dejaré que me ates, que me ensucies ni me desprecies, libre.

El padre insultaba al hijo mientras intentaba sujetarla con el brazo. ¡Eres una mariquita! ¡Un gilipollas! ¡Estamos llegando y vas a perder tu oportunidad! ¡Capullo!¡Eres un inútil!

A la altura del restaurante se volvió hacia ella y le dijo, vamos, componte, no hace falta que nadie te vea con esa camisa desabrochada. 

Después dijo más despacio, con voz ronca, como le digas a alguien lo que ha pasado te vas a enterar, lo sabes ¿verdad? Diré lo guarra que eres y que nos has provocado a todos, te ensuciaré la vida. Entonces bajó del coche y fue a abrirle la puerta, ella tuvo que bajar pegada al cuerpo del cazador, que no se apartó ni un milímetro.

Le temblaba todo el cuerpo y tardó un rato en sostenerse firme sobre sus piernas. Se había salvado de algo que era un misterio y la aterraba, pero sobre todo se sentía humillada, despreciada, utilizada por un poder superior a todos los cuentos de las monjas, a todas las imágenes de los santos, un poder malvado y demoledor que se le metió bajo la piel como un parásito y la convirtió en un ser diferente.

Porque me parto cuando te doy a luz y vigilo tu sueño, y porque alrededor del fuego he construido la cabaña común.                     

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