Era la lenta hora de la siesta. El calor se pegaba a las paredes del largo pasillo, a las cortinas, a los cuadros de batallas y de santos y a la piel hinchada de mi vientre. Los sayos de ropa negra y pesada se me enredaban en las piernas mientras caminaba inquieta por el largo corredor. Mi hija mayor, Isabel, correteaba saltando y revolviéndose al ritmo de una cantinela que era más parecida a una letanía de monja que a una canción infantil. Mi segunda hija se arrastraba llorosa detrás de mí, agarrada a mis telas. El tercero me removía el vientre, todavía sin nacer, doliéndome todo. Me robaba la respiración, el sosiego, empujaba en el vómito.
El rey había dado orden de mantenerme vigilada y sin salir de mis habitaciones, limitada a esos paseos aburridos, ahogada en el sudor de los ropones de reina, en este cuerpo y este tiempo de silencio.
La mujer en que me había convertido, abotagada y llena de sudores, soñaba con una inundación que me arrastrara al fondo de aquel paisaje que se derramaba desde las ventanas del pasillo.
Me sabía presa en el destino de aquel hombre que caminaba despacio escrutando mi vientre hinchado, ansioso. Un ahogo se me subió a la garganta y me rompió el agua en llanto, el hijo salía antes de tiempo harto de calores.
Me sueño viajando entre las nubes sobre una extraña carroza. Sé que allí, entre esas nubes, me espera la muerte.
Precioso ¡¡¡.Yo nunca podría escribir y describir asi