La casa Rosier

«Habían pasado quince años desde que June y yo, aquel día terrible, descubrimos los tres cadáveres en la casa Rosier. En ese tiempo me había convertido en un hombre alto y arrogante, con el aire de autoridad que me daba ser comisario de distrito.

Los años me han achicado el cuerpo, me han colocado en el lugar que me corresponde y la chulería se me quedó extraviada aquel día en que decidí volver a la casa.

Desde la muerte de mi padre no había vuelto, había conseguido borrar todos los recuerdos menos esa angustia sorda que sentía al pensar en June.

El único representante de las fuerzas vivas que quedaba de aquella época era el alcalde, Monsieur Coton, Pierre Coton. Dedicado a la cría de abejas, vivía con su  mujer en una granja a la salida del pueblo. Antes de ir a verle no pude evitar acercarme a la casa, no había vuelto desde aquel día trágico. Recordaba la escalinata de la entrada, las columnas blancas que sostenían la terraza, los setos y trepadoras que crecían voraces, aferradas a las ventanas, el laberinto del jardín y la rosaleda.

La verja de la entrada estaba rota y oxidada, el jardín se había convertido en un basurero de chatarra, muebles viejos, latas, cristales y maleza. Algunos rosales todavía florecían en medio de aquella ruina.

El olor a podrido inundaba el aire cerca de la puerta. Imaginé todo tipo de animales muertos y suciedad. Sentía una opresión en el pecho y me costaba respirar, pero me adentré en el pasillo.

Polvo, excrementos de animales, basuras de todo tipo se acumulaban en los rincones. Me asomé a la cocina y al saloncito de la planta baja, donde encontramos a la mujer y al hombre muertos. El suelo estaba cubierto de mugre. Luego subí las escaleras despacio, controlando la respiración.

Mi personaje de poli duro empezó a desmoronarse frente a todos los terrores que habían acechado mi adolescencia. En el dormitorio de la vieja, la silla de ruedas seguía ocupando el centro y vigilaba la escalera. Todavía se veían las manchas negras de la sangre en el respaldo y en el asiento. Sentí una marea de angustia en el pecho y me pareció oír la risa siniestra de la vieja. Me zumbaban los oídos y bajé la escalera gritando y corriendo como un loco, perseguido por todos aquellos fantasmas. Perdí la noción de todo. Aquel horror me había saltado a la cara como un gato salvaje.

Un viejo ciprés que crecía imponente en medio de aquella basura me sirvió de abrazo y lloré en él como un chiquillo, sin pudor. Ya no tenía corazas, estaba solo conmigo mismo y con aquel recuerdo, y con mi miedo y mi abandono. Con todo lo que no hice después, lo que me había robado a mí mismo y no sabía por qué.

Al rato me dirigí al coche y arranqué camino de la granja de Monsieur Coton. Estaba avisado de mi visita y me tranquilizaba verlo, de alguna forma sustituía al padre muerto y como el ciprés, era un eje sólido al que aferrarme en medio de la avalancha de recuerdos.»

Fragmento de la novela: El miedo solo está en tus rodillas.

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2 comentarios

  1. Estoy intrigadisima queriendo leer el resto para saber, que fue lo que paso en esa casa.
    Creo que me va a encantar. Fenomenal conienzo con mucha intriga
    Besos

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