El sol asoma entre las nubes y extiende una luz blanca que convierte la ría en un mar de plata. Viajan por una carretera comarcal casi vacía y bordeada de casas, algunas están pintadas de colores y se alternan con casas de piedra y árboles. El aire se vuelve trasparente conforme se abre la mañana.
La luz escala las fachadas y deslumbra con su reflejo. El verde de unas viñas parece irreal y el aire que viene del océano se hace cada vez más insistente.
Sirka se abandona a su fresca humedad. Recuerda los infinitos horizontes de su pueblo castellano y siente que ese aire le devuelve algo perdido. Siente que la tierra reseca de sus codos y sus rodillas infantiles se disuelve, y se deja amasar en esa humedad que la conduce hacia el monte sagrado. Es como una alucinación, como un sueño, pero algo dentro de ella se revuelve y su ser racional se resiste a esa disolución. Siente el latido de la mujer piedra, la madre de la miel, la mujer del bosque, la madre serpiente.
El paisaje se vuelve cada vez más agreste entre el océano y las laderas
del monte. La luz plateada exalta los colores. No se cruzan con otros vehículos
durante un rato y Sirka siente como si el tiempo se ensanchara y se estirara
hacia el horizonte. Se imagina en un invierno azotado por la masa de agua gris.
Atraviesan el pueblo de Carnota y siguen por una carretera larga y casi desierta que bordea la playa, solo grupos de árboles dispersos y algunas casas. El cielo se ha cubierto de espesas nubes.
Extracto de la novela El hijo de los gigantes, tercera de la serie La mujer piedra.
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